Hace algún tiempo me envió un correo un lector que tengo en Catalunya y que espero seguir teniendo a pesar de algunos encontronazos. Con este y el de Sevilla ya tengo 2 constatados fuera de mi patria txika. El amable comunicante de BCN firma como Arnau. Supongo que es un pseudónimo pero me da igual "si non e vero"... Es un hermoso nombre. No en su versión local, Arnaldo, que se las trae con su polisemia pero en catalán suena a antiguo, a cantar de gesta. Y cuando he empezado a pensar en el asunto me he dado cuenta de que soy un fetichista de los nombres de las personas y de las cosas. Como dice el Génesis en el capítulo 2: "El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo". Con estos antecedentes me siento legitimado para elaborar una teoria sobre la importancia que los nombres tienen para mí. Me gustan los nombres antiguos, recios, que se trasmiten a los largo de los años, de padres a hijos y de madres a hijas. Ya sé que no está de moda pero me gusta. El nombre es algo a lo que hay que darle muchas vueltas antes de decidirlo. Uno no puede hacer lofácil que es tener un hijo y luego fallar en lo difícil que es marcarle a fuego con el nombre mediante el cual se sentirá aludido, concernido, señalado toda su vida. El nombre no puede estar sujeto a los vaivenes de la moda. Cuando se consulta el listado de los niños/as recien nacidos/as no se puede evitar un escalofrío. Alcancé a vivir la terrible pandemia de vanessas, jennifers, yasminas, davinias, igores, ivanes y horrores así. Estamos ahora en la onda étnica. No se libran de ser aitores, urtzis, aritzs, saioas, aitzibers, garazis, naiaras. Hablo desde la Vasconia irreductible e irredenta como podeis deducir pero me temo que en las otras nacionalidades y regiones y espíritus nacionales, será igual. La onda expansiva del romanticismo alemán hace mucho daño en las mentes sencillas. Y un nombre puede ser como una vela o como un lastre. Uno se pasa la vida haciéndose digno de llamarse, por ejemplo Augusto o Ceferino o Paz o Felisa. Y lo acaba consiguiendo. El nombre se llena de viento y le traslada a toda velocidad hacia la madurez y la dignidad. Otro, por inconsciencia y capricho paterno, si no maldad, es registrado como Garikoitz, Israel, Jonatan o, peor, Kevin. Se pasa la vida tirando de su onomástica como un fardo a través de los días, sabiendo que su nombre nunca estará a la altura de sus logros, haga lo que haga. El nombre es un castigo, Zigor, que arrastrará detrás de él hasta el final.
Y que diré de los nombres de mujer. Me gustan los antiguos y los que están llenos de vocales abiertas: AAAEEEIII. Son una promesa. Una mujer cuyo nombre tenga muchas Aes está "condenada" a ser condenadamente femenina. Posee con toda seguridad ese intangible que hace que cualquir hombre quiera pasar la vida a su lado. Con los nombres de varón ocurre de otro modo. Mis mejores amigos son trisílabos y trivocálicos. Yo mismo lo soy. Debe estar relacionado con el pasado cazador y guerrero que exigía nombres complejos para poder ser identificados con claridad de los del enemigo. Ya sé que es una teoria inverosimil pero que más me da si me gusta.
PD: Agosto no es el mes más cruel pero sí el más despoblado. Ellos están todos dispersos: Doñana, Sanxenxo, Menorca, y los que han quedado guardando la viña son aún más transparentes. Eso sí, los incendios autonómicos van cada vez mejor.
He añadido un vínculo fijo al ABC para que se acceda directamente a leer todos los días a Ignacio Camacho y Hermann Tertsch. Dos visiones distintas y un sólo temor verdadero.
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